LA ORACIÓN IGNACIANA. ENCUENTRO CON DIOS EN LA LIBERACIÓN


Espiritualidad de Jesús y oración cristiana

Introducción

Para comprender qué es la oración en la espiritualidad ignaciana vayamos primeramente a Jesús mismo. Miremos la oración en el corazón de Jesús, en su práctica, al anunciar el Reino de Dios.

No miremos esta cuestión de la oración de Jesús como “un algo” separable de Jesús y del anuncio de la Buena Noticia del Evangelio; como si su oración fuera algo abstracto que flotara en el aire, como una nube. Más bien, para poder entrar al corazón de Jesús es muy importante entrar a la experiencia de Dios en Jesús,’ entrar en contacto con lo más preciado de Jesús: su Padre y su apasionado servicio de liberación de los oprimidos. Sólo desde este marco podremos “conocer internamente” la oración de Jesús.2 Cualquier otro camino de acercamiento a la oración, en abstracto (fuera de la relación de Jesús con el Padre en unión con su práctica de anunciar el Reino), corre el peligro de convertirse, en el mejor de los casos, en un “bonito curso de oración”, pero nunca accederemos a la comprensión de la oración cristiana.

Un camino muy importante para entrar al corazón de Jesús es acompañarlo a lo largo del Evangelio. Éste, muestra a un Jesús que nunca separó la oración de la vida, siempre mantuvo unidas su oración y su vida; su vida fue oración y su oración fue vida. Pero, no vayamos al Evangelio esperando encontrar “un taller de oración organizado por Jesús”. Sí podemos descubrir, desde nuestro deseo de comprender la oración cristiana, la causa por la que Jesús vivió, luchó, murió y resucitó. Es decir, busquemos en el Evangelio la motivación última de Jesús en todas sus acciones; a qué Dios obedecía y qué buena noticia anunciaba (su espiritualidad), y ahí ubiquemos su oración. Porque, como afirma Casaldáliga:

La espiritualidad es más que la oración. La oración es una dimensión de la espiritualidad [...]. Pero la espiritualidad depende en gran medida de la oración; de si hacemos oración o no, de a qué Dios hacemos oración y por qué. Pero sobre todo, al servicio de qué Dios y al servicio de qué Causa hagamos nuestra oración.3

La espiritualidad de Jesús fuente de su oración

Jesús asume en su práctica evangélica la prioridad de Dios. Esta convicción le absorbe toda su existencia entendida como ser enviado por su Padre a anunciar la Buena Noticia del Reino:

“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). Desde esta conciencia procesual Jesús actúa en la historia con una pasión amorosa por los débiles y oprimidos, con el mismo amor con que Dios ama al mundo y que lo lleva, en palabras de Ignacio de Loyola, al “Hagamos redención del género humano”.4 La labor salvadora de Jesús y del Padre es una sola, realizada por ambos con todas sus fuerzas: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5, 17).

El mundo es el lugar donde Jesús realiza su misión histórica, donde mira la realidad y actúa para transformarla evangélicamente. Desde aquí Jesús practica su fe en el Padre como una relación filial que le permite descubrir y contemplar la salvación que Dios lleva adelante en la historia, para pasar a cumplir su voluntad. Por esta fe, Jesús se somete a los impulsos del Espíritu (Mc 1, 12), escucha, discierne y obedece al Padre. Jesús se relaciona con el Padre en el anuncio del Reino a los pobres, en este mundo que los oprime.

Esta es, pues, la espiritualidad de Jesús:
Experimentarse Hijo de Dios e integrar su filiación en el servicio liberador a los oprimidos de este mundo concreto. Y esta es la fuente de la cual brota la oración de Jesús.

Preguntémonos si tenemos la misma espiritualidad de Jesús: si estamos al servicio del Padre y de su causa. Veamos si nuestro seguimiento de Jesús nos lleva a sentirnos hijos y enviados a la misma misión de Jesús, y si, al igual que Jesús, realizamos la obra de Dios en el servicio a los pobres. Miremos si nuestra fe en Jesús “nos abre a los planes del Padre: elegir acciones que sean compatibles con la correspondencia a su amor, que sean respuesta al amor de Jesús por los hombres y por mí. El seguimiento de Jesús es el lugar de la contemplación para el amor. Aquí entra la oración: una dinámica de amor al Padre unida al cumplimiento de su voluntad. Quizás eso fueron varios de aquellos primeros compañeros de Ignacio: amigos en el Señor que quieren compartir su experiencia de amistad y de seguimiento de Jesús al mundo entero si pudieran.5

Confrontemos nuestra espiritualidad con la praxis de Jesús, presentémosle los problemas que brotan de nuestro actuar (liberar a los presos, defender los derechos humanos, etc.) y también nuestros problemas de oración (crisis, oscuridades, etc.). Lo mejor es preguntarle a Jesús directamente. Pero hagamos la pregunta adecuadamente: desde la profunda integración de vida y oración que vive Jesús. No desintegremos nuestra experiencia de Jesús. Nuestros cuestionamientos sobre la oración deben implicar cuestionamientos sobre nuestra espiritualidad y nuestra vida toda. Porque no es lo mismo preguntar qué es la oración y cómo se ora sin un servicio a los pobres, que hacerlo desde un barrio marginado o desde una marcha por la dignidad campesina. Se trata de seguir a Jesús en su servicio al Reino en honestidad evangélica.

La praxis de Jesús

Jesús experimenta a Dios como su Padre:

Cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo. “Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco” (Lc 3, 21-22).

Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu y proclama la Buena Nueva de Dios (Mc 1, 14). Curó a muchos enfermos y endemoniados y su fama se extendió por toda la región de Galilea. Todos le buscaban y trataban de retenerle para que no les dejara. Pero, Jesús salía temprano de las ciudades y se ponía a orar en lugares solitarios para confrontar con el Padre su situación, para encontrar claridad respecto al modo de ser Hijo y de anunciar el Reino. Jesús aprendía a pensar como Dios y no como los hombres: comprendía que Dios lo había enviado a predicar el evangelio a todos los pueblos, como núcleo del sentido de su vida (Mc 1, 35-39; 6, 45-46; Le 5, 16).

Jesús recorría toda Galilea y predicaba la conversión y la cercanía del Reino de Dios. Una misión absoluta, que exige toda la persona y todo su tiempo. Pero que no es posible realizarla sin la colaboración de los hombres y sin confiar plenamente en ellos. Dios necesita nuestra ayuda; llama colaboradores para la misión de Jesús: hombres y mujeres (Lc 6, 12- 16; 8, 1-3).

Muy pronto, Jesús es buscado y perseguido por las autoridades de su pueblo (Mc 3, 6). Y, al mismo tiempo, mucha gente lo busca no por las señales del Reino “sino porque han comido de los panes y se han saciado” (Jn 6, 27). Por otro lado, sus mismos discípulos no lo entendían, pues “su mente estaba embotada” (Mc 6, 52). En esos momentos, Jesús vive una profunda crisis que lo lleva a preguntarle a Dios y a sus seguidores cuál es el mesianismo que sí trae el Reino (Lc 9, 18-27). El Padre le responde, en la Transfiguración, que el camino es el de la cruz, y nos advierte a nosotros que escuchemos a su Hijo (Lc 9, 28-36).

En su anuncio del Reino a los pobres, Jesús crece en su conciencia de la primacía del Padre y en el cumplimiento de su voluntad. Toda su vida está inspirada en el Padre de todos los hombres. Jesús se sabe y se siente Hijo de Dios en su proceso de encuentro y relación con el Dios mayor: esta es la única necesidad de Jesús (Lc 10, 42). Y, esto es lo que Jesús enseña a sus discípulos a vivir en el Padrenuestro (Mt 6, 9-13; Le 11, 2-4). A este respecto caben muy bien las palabras de Casadáliga:
 
La verdadera oración cristiana debe ser siempre según la oración del propio Jesús. Y su oración paradigmática del Padrenuestro debe no sólo orientar sino también juzgar nuestra oración. Los evangelios nos han dejado dicho con toda claridad que esta oración debería ser, en su contenido, y según sus preferencias, la oración de todo buen seguidor del Maestro. Con esta oración, con su contenido, él respondió, o fue respondiendo a los apóstoles, cuando le preguntaban cómo se debía orar.6

Jesús dice: “Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios” (Lc 6, 20). Esta es su máxima alegría: cuando el evangelio es revelado a los pequeños y sencillos. Por eso bendice al Padre, Señor del cielo y de la tierra (Lc 10, 21-22).

Jesús asume los momentos más cruciales de su vida en diálogo con el Padre, cuya voluntad por cumplir es el criterio último de todas sus decisiones, por más difícil que sea “beber este cáliz” (Mc 14, 32-42; Mt 27, 46; Lc 23, 34.46).

La praxis de Jesús contiene su oración. No brota ésta independientemente de su misión total.

Qué dijo Jesús sobre la oración

Cuando Jesús llega a Jerusalén, entra en el Templo (único lugar de oración considerado por los judíos) e inmediatamente se enfrenta con los sumos sacerdotes y los escribas y echa fuera a compradores y vendedores, porque “la Casa de oración [...] la han hecho cueva de bandidos” (Mc 11, 17). Pero, respecto al Templo, Jesús le aclara a la mujer samaritana que ni en el Monte Garizim -donde los samaritanos habían construido un templo, rival del de Jerusalén- ni en el templo de Jerusalén se adorará al Padre (Jn 4, 21).

Jesús cuestionó radicalmente la oración de su tiempo: la de autosuficiencia (Lc 18, 11ss); la de apariencias, la mecánica y mágica, la alienante, la ritual, la que permite estar enemistado con otros, la que oprime a los demás (Mt 12, 38-40; Lc 5-7).

Jesús dijo un sólo sí sobre la oración: “Ahí donde hay Espíritu y Verdad” (Jn 4, 22- 24). Se refiere al amor y la lealtad, al espíritu filial. Jesús ora ahí donde más radicalmente se experimenta como Hijo del Padre. Al identificarse con el Reino, Jesús anuncia que el verdadero culto no se produce en ningún templo sagrado, porque no hay un lugar exclusivo para la presencia de Dios y porque el verdadero Reino es Jesús mismo. El lugar de encuentro con Dios es allí donde está Jesús: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mt 18, 20). Donde se le ama como él ama, sobre todo a los más humildes, donde se libera a los pobres, donde hay reconciliación. Ese es el Espíritu y Verdad. Jesús invoca al Padre no como novedad, sino con las obras liberadoras (que hace el Padre, que ve en el Padre). Por eso, para Jesús la invocación y la acción son inseparables (Cf. Jn 5, 19-20, 36-38;14, 1-17.26).

Para que La oración sea verdaderamente cristiana, según el Espíritu de Jesús, habrá que expresar siempre la acción de gracias al Padre y el compromiso con la historia; porque este es el culto ‘en espíritu y en verdad’ (Jn 4, 22), el culto agradable a Dios (Rm 12, 1).7

En este sentido podemos entender mejor por qué Jesús insiste en la necesidad de “orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1); porque se trata de mantener constantemente y en todo lugar una relación con el Padre desde nuestra práctica de anunciar el Reino.

Jesús no comenzó los encuentros con sus discípulos con la oración; ni tampoco legisló tiempos de oración, ni impuso prácticas de ayuno (incluso lo atacan por eso). Porque Jesús sabe que la oración no está muchas veces donde la ponemos: en legislaciones, tiempos, frecuencias, métodos, técnicas, etc. La oración está en la vida. Y Jesús nos da la esencia de lo que es la vida; donde hay comunidad. Ahí es donde debemos ubicar la oración: en el compartir, el servir, el construir, el perdonar, el amar. La oración es más una actitud filial que construye hermandad: es ser hijos de Dios que viven el mandamiento del amor. Esta actitud es más radical. Por eso la oración no se arregla en las ramas.

Antes que actividad, la oración es actitud. Orar porque oró Jesús no es cuestión de obediencia, sino entrar en la misma experiencia de Jesús: en la relación filial con Dios, encontrarnos con Dios. No inventemos una forma de oración, ya está el Padrenuestro (que es experimentar al Padre en acción). Tampoco veamos cantidades de oración, sino compartamos la misma lucha que Jesús realiza: anunciar a los pobres la buena nueva (Lc 4, 16-21), y esa labor integrémosla corno oración. El contexto de la oración de Jesús es la lucha en favor de los oprimidos. La oración de Jesús brota desde la parcialidad esencial de Dios hacia los pobres y víctimas de este mundo y de su voluntad apasionada de liberarlos. Desde este mismo contexto debe brotar nuestra oración: desde nuestra praxis liberadora.

La oración de Jesús la encontramos en el corazón de la vida, en medio de su compromiso apostólico, que manifiesta a través de signos liberadores el apasionamiento por cumplir al máximo la voluntad del Padre. Aquí encontrarnos la intención de Jesús: integrar su acción a la acción del Padre como una unidad sin fisuras.

La acción no es para Jesús sólo el lugar donde transmite todo lo que sabe del Padre y del Reino, sino también el lugar donde contempla la acción del Padre y donde se entrega en gratuidad absoluta.8

Cuando hablamos de oración hablamos de “hacer” oración: gran problema, difícil de resolver desde esta óptica, pues siempre caemos en aquello de que “por el apostolado (o los estudios) no pude hacer oración” (y muchas otras expresiones típicas de esta postura). Englobamos la oración en una práctica determinada; y, ¿lo demás de la vida dónde queda, qué pasa? ¿No vale para la construcción del Reino? El problema entonces no es “hacer oración”, sino ser oración, como Jesús. Ser creyente en la totalidad de la vida: encontrarnos con Dios en toda la existencia; ser hijo en todo momento en la lucha por el anuncio radical del Reino de Dios, y no sólo cuando “hago oración”. Debe haber confianza y obediencia absoluta al Padre: “Padre, venga tu Reino”. Fomentar las actitudes que nos lleven al seguimiento de Jesús.

Por otro lado, la praxis de Jesús nos enseña que se opone a las prácticas religiosas, porque para él lo importante es el encuentro con Dios, no las prácticas en sí mismas. Si Jesús está entre sus discípulos como Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), él es encuentro con Dios. Por eso, ante la pregunta que le hacen los discípulos de Juan Bautista (todavía desde el Antiguo Testamento) sobre el por qué sus discípulos no ayunan coMo lo hacen ellos y los fariseos, Jesús les contesta: ¿Pueden acaso los invitados a la boda estar tristes mientras el novio está con ellos? (Mt 9, 15). Quien se encuentra con Jesús, se encuentra Con el Padre (Cf. Jn 1 4, 9). Jesús nos ubica en el Nuevo Testamento. Ante Jesús todo cae, pues el seguimiento de Jesús persona en la construcción del Reino es lo absoluto, ahí está el encuentro con Dios.

Sin embargo, nuestra mentalidad nos ha llevado has la afirmar que el único medio para unirnos con Dios es la oración. Nos hemos quedado en las prácticas, estamos todavía en el Antiguo Testamento. Asimismo, igualamos oración con la contemplación, cuando en realidad la contemplación es una práctica de oración. Todas las dinámicas contemplativas gozan en la Iglesia de carta de ciudadanía, con grandes aplausos y fuertes grupos de seguidores. No es el momento de analizar las causas de esta interpretación de la oración a lo largo de nuestra historia. Simplemente advertimos que para la mayoría es más fácil ‘contemplar a Dios” que “cumplir su voluntad”; es menos comprometedor invocar a Jesús como ‘¡Señor, Señor!” que unirse a la voluntad del Padre.

Espiritualidad ignaciana y oración del cristiano activo

Introducción

La espiritualidad de Ignacio de Loyola ha dicho algo importante sobre la oración. Las motivaciones últimas del santo están cimentadas en el Evangelio. Su relación con el Dios mayor y su apasionado servicio a los hombres y mujeres brotan del seguimiento de Jesucristo. Toda la experiencia ignaciana puede iluminar ampliamente la espiritualidad y, por consiguiente, la oración de los cristianos comprometidos con la causa de Jesús. Hay que ubicar esta vivencia tan importante como destinada a la Iglesia, al jesuita y al seglar. Ignacio redescubre lo que Jesús nos enseña y nos propone pistas “para los que están dispersos por el mundo”. Nos abre las puertas del encuentro con el Dios en la vida, en la lucha diaria por construir el Reino de Dios.

Ignacio de Loyola da un paso radical en el planteamiento de su vivencia de oración: no ofrece una oración para el contemplativo, sino para el cristiano activo.

Una espiritualidad para “encontrar a Dios en todas las cosas”

La espiritualidad de Ignacio parte de una experiencia de fe muy profunda, vivida hasta el fondo de la realidad, como la proyecta y alimenta en los Ejercicios Espirituales. El santo se encontró con Dios y su vida cambió de tal modo -nos lo dice él mismo en su Autobiografía- “que le parecían todas las cosas nuevas”.9 Es una experiencia tan profunda que se siente “un hombre nuevo”, desde donde brota el manantial de su espiritualidad. Se trata de la presencia y acción de Dios en su trabajo por anunciar la liberación a los pobres y oprimidos de este mundo. Desde entonces, Ignacio comienza a ver el proyecto salvífico y la presencia de Dios en todas las cosas, en todas las realidades. Y, además, buscó la manera de que su vivencia no se quedara en él solamente, sino “que algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que podrían ser útiles también a otros, y así las ponía por escrito” (Autobiografía, 99).
 
Ignacio, pues, nos ayuda a ubicamos en la realidad mirándola como una sola, no como dividida ni fraccionada. Invita a encontrar a Dios en esa realidad, pero sin dividirla y sin tratar de forzar el encuentro con Dios en “un lugar sagrado”. El Dios siempre mayor nos habla de una presencia suya amplia y radical en toda la realidad, de tal modo que no nos quedemos en la capilla como si ésta fuera el único sitio exclusivo para su presencia. Más bien, nos da pistas para indicarnos en qué realidad se encuentra Dios. De esta manera, el encuentro con Dios, como lo absoluto para el creyente, es abrirse a la realidad en la que Dios dijo que estaba: los pobres de este mundo. O, como dice Porfirio Miranda: “La cuestión no está en si alguien busca a Dios o no, sino si lo busca donde él mismo dijo que estaba”). 10

Si en algo insiste San Ignacio es en la honradez con lo real, a lo que hemos llamado el primer paso de toda espiritualidad. Esta honradez primigenia consiste en ver la realidad tal cual es y reaccionar según sean las exigencias que brotan de ella. 11

Nos pide mirar la realidad con los ojos de Dios, al modo de Dios: “a mirar la realidad de hoy y a reaccionar con misericordia ante su tragedia, su inmensa pobreza que caracteriza de forma trágica y espeluznante, nuestra época) 12

“Mirar con los ojos de Dios”

Dios mira a su creación entera con misericordia. Se conmueve ante el sufrimiento de los pueblos.13 Y su reacción es un amor incondicional por sus hijos, que se traduce en la entrega del hijo para que el mundo se salve (Jn 3, 16-17) y alcance la justicia de Dios.

La misericordia no lo es todo, debe ser historizada según sea la víctima que está herida en el camino, y por ello, porque se trata de miles de millones de seres humanos, la misericordia en el mundo en que vivirnos tiene que tornarse en justicia. Y a quien no le satisfaga este insustituible término, piense que lo mínimo que hay que dar a quien se ama de verdad es lo que se le debe).14

“Mirar con los ojos de Dios” no consiste en actos de piedad o de oración con minúscula, sino en la esencia misma de la vida. Se trata de apuntalar profundamente nuestra relación con el Padre de Jesucristo y de servir a su Causa, “echar a andar” nuestra espiritualidad, vivir por el Espíritu con mayúscula” en palabras de Casaldáliga. De aquí que la oración debe constituir una cualidad de nuestra vida que nos haga capaces de hallar a Dios en todas las cosas. No es cuestión de inteligencia, sino del corazón: ahí es donde se ora, en lo profundo de nosotros, en nuestro hondón.

Por eso, para mí, la experiencia primordial de oración va siendo cada vez más no la de hablar a Dios o mirar a Dios, sino la de mirar el mundo “con los ojos de Dios’. He pasado por lo primero, por supuesto, y sospecho que ha de pasar todo el mundo. Pero hoy me quedaría más bien con lo segundo; y es en esos “ojos de Dios” donde creo haber contactado con Él).15

“Vencer todo afecto (amor) desordenado”

El secreto de Ignacio es unirse al corazón de Cristo. Toda su energía se libera en un encuentro de corazones que responde a la invitación divina de seguir a Jesús, de enamorarse profundamente de su Persona y de su Causa. Porque el amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras (EE 230), pero animados por una constante plegaria: pedir conocimiento interno de Jesucristo para en todo amar y servir (EE 104). Todo esto debe llevarnos a buscar el centro de la espiritualidad ignaciana; captar que toda la realidad procede del creador y que a Él regresa ésta, pero viendo el lugar preciso en que podemos encontrarnos con Dios en esta realidad.16

Ignacio organiza una espiritualidad para trabajar en la realidad: primeramente, insiste en tener “la intención recta” (buscar y desear encontrarnos con Dios en la realidad); enseguida, pide la negación de mi voluntad y de mis deseos propios para poder experimentar la voluntad de Dios, quien realiza el Reino (Constituciones, 282); luego, propone que examinemos nuestra conciencia, nuestras motivaciones, y discernamos lo que es del Buen Espíritu; finalmente, invita a que nos ejercitemos diariamente en este camino.

San Ignacio nos da la clave de la pedagogía para el encuentro con Dios; nos enseña a centrar el corazón, a liberar todo afecto desordenado, porque éstos impiden el encuentro con Dios. A eso van los Ejercicios Espirituales; “Para vencerse a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse movido por alguna afección desordenada” (EE 21). De esta manera, se posibilita el seguimiento de Cristo.17 Por eso San Ignacio le daba más importancia a la abnegación de las pasiones que a la oración, porque le interesaba quitar todo amor desordenado. Invita a preguntarnos cuáles son las motivaciones más profundas que están en el fondo de todas mis acciones y operaciones.18

“Cumplir la voluntad de Dios”

Para Ignacio, lo absoluto no es la oración, sino la unión con la voluntad de Dios. Y, esto se puede lograr en la oración y en la acción, en el silencio y en el ruido, en soledad y en compañía -en todas las situaciones. Es más controlable encontrar y descubrir la voluntad de Dios en la vida diaria que en la oración, pues en ésta es más posible enredarnos en nuestros propios engaños debido a nuestras afecciones desordenadas. Por eso decía Ignacio: “De cada 100 contemplativos, 99 andan errados”, él nos previene de absolutizar la “oración’ y lanzar sentencias inquisitorias simplemente porque creemos que “hemos visto claro en la oración”. El historiador Astrain decía: “No le tengo más miedo que a los que dicen: ‘he visto claro en la oración”. Se trata de pasar a la experiencia de Dios presente en toda la existencia humana, y ésta hay que estructurarla como lugar de encuentro con Dios. El absoluto es Dios y el encuentro es con El, no la oración.

San Ignacio ofrece una estructura de vida activa por el mundo: gira en la realidad que estoy viviendo: la oración, la intención recta. No hay legislaciones, sólo extenderse por la vida anunciando el Reino en permanente comunicación con el Señor. Así lo constatamos cuando ubica la cuestión de la oración en las Constituciones. En la parte VI, cuando habla de los jesuitas ya admitidos en la Compañía: “serán personas espirituales y aprovechadas para correr por la vía de Cristo N.S. [...]”. No parece darles otra regla en lo que toca a la oración, sino aquella que la “discreta caridad les dictare” [582].

Sabe también que los escolares jesuitas todavía están en proceso de formación, de probación, y por eso a ellos les indica ‘para cada día una hora de oración, ultra la misa” (Constituciones, 342). Ver también el número 340 en el que les pide que se centren en su formación (en y para el apostolado) como “encuentro con Dios”:

Pues el atender a las letras que con pura intención del divino servicio se aprenden, y piden en cierto modo el hombre entero, será no menos, antes más grato a Dios Nuestro Señor por el tiempo del studio.
 
El camino tan atrevido por el que San Ignacio conduce al creyente es tremendamente radical:
encontrada la voluntad de Dios, ninguno que “tuviere juicio y razón” (EE 96) puede quedarse cruzado de brazos. Es importante captar la trascendencia de la espiritualidad ignaciana para transformar la realidad: buscar y hallar a Dios en todo conduce al cristiano a transformar sus relaciones interpersonales, el apostolado, los estudios, la vida comunitaria, etc. Lleva a buscar la voluntad de Dios, a discernirla y a cumplirla. Lleva a elegir a Dios y su voluntad por encima de todo.

De esta manera, podemos estar mejor conectados en la línea del Reino, en la línea del mandamiento de Jesús y no en las hipócritas leyes farisaicas de las formas:

Si Dios fuera el Dios de las iglesias, la constatación que acabo de hacerte de cómo a unos parece que se les regala la fe sin querer, mientras que otros no consiguen acceder a ella, sería algo injusto. Pero si es el Dios bíblico, esto cabe perfectamente. La Iglesia parece necesitar que los hombres crean en Dios, para que así le concedan importancia a ella, que es Su representante. El esquema bíblico (en el que nosotros decimos que Dios se revela) es otro: la Revelación consiste en que Dios manifiesta un amor incondicional a los hombres para, a cambio, pedir no que los hombres le amen a Él; sino que los hombres nos amemos entre nosotros. Este es el verdadero interés de Dios, el mandamiento que “lo resume todo”, etc. [...] Porque, en el amor incondicionado a los otros, se ejerce siempre una fe-amor que desborda a los hombres y alcanza al mismo Dios, y que Jesús expresaba con aquella frase célebre: “a mí me lo hicisteis”.19

Desde el seguimiento de Cristo en la historia personal y comunitaria es donde ubicamos la oración, el ser oración; desde el encuentro con el hermano oprimido y la lucha por la liberación; desde nuestra situación personal orientada hacia el pobre (vocación, sexualidad, personalidad, debilidades, etc.); desde el buscar la voluntad de Dios como el norte de nuestra acción, de nuestra espiritualidad. De esta manera, la oración es entrega de la vida, es búsqueda, pedir, agradecer, luchar, siempre en el contexto del servicio-amor a los oprimidos, desde el amor al Señor de la historia. La oración es misión y la misión es oración.

Si la oración no nos lleva a trabajar por los pobres de forma radical, preguntémonos por nuestras afecciones desordenadas. Pero, no le echemos la culpa a Dios de nuestra infertilidad apostólica. En este contexto, cabe muy bien el cuestionamiento que Jon Sobrino le hace a los Ejercicios Espirituales cuando éstos no son vividos en radicalidad:

Hay que preguntarse, siguiendo la inquietud formulada por Carlos Cabarrús, por qué no nos cambian los Ejercicios, por qué tantos siglos de dar Ejercicios a tantas personas, a tantos alumnos y ex-alumnos, a tantos líderes, religiosos, eclesiásticos y jerárquicos, no han servido para descubrir y propiciar lo que es central en el Evangelio; la predicación de la Buena Nueva a los pobres y oprimidos de este mundo; y por qué todavía hoy es tan difícil que instituciones llevadas por jesuitas, colegios, universidades, descubran eso que es central, por qué es tan difícil que los jesuitas acepten sinceramente -al menos en la teoría- la fe-justicia y la opción por los pobres, y por qué es tan fácil, por otra parte, aducir argumentos para no hacerlo, siendo así que otros, sin hacer necesariamente los Ejercicios, con la lectura del Evangelio y la mirada puesta en la realidad, lo descubren y lo ponen en práctica.20

Algunas orientaciones prácticas de Ignacio de Loyola a varios jesuitas

Para san Ignacio, unirse a la voluntad de Dios es “oración formal”. Es decir, se trata de toda forma que suscite fe, esperanza y amor. Por ejemplo, en una carta escrita en 1551 al P. Urbano Fernandes, le aclara cuál es su postura sobre la oración:

6°. Cuanto a la oración y meditación, [...] veo que más aprueba procurar en todas cosas que hombre hace hallar a Dios, que dar mucho tiempo junto a ella [a la oración]. Y ese espíritu desea ver en los de la Compañía: que no hallen [si es posible] menos devoción en cualquier obra de caridad y obediencia que en la oración o meditación; pues no deben hacer cosa alguna sino por amor y servicio de Dios N.S., y en aquello se debe hallar cada uno más contento que le es mandado, pues entonces no puede dudar que se conforma con la voluntad de Dios Nuestro Señor.21

Al P. Antonio Brandao le indica sobre el tiempo que los escolares jesuitas le deben dedicar a la oración lo que ya había “legislado” en las Constituciones. [340 y 342]: “una hora allende de la misa” (Carta 67).

En una carta que Ignacio envió a uno de los más infatigables pioneros jesuitas en el Lejano oriente, Gaspar Barceo, le escribía:

Si la región donde está usted prueba ser menos conducente a la meditación que en estas partes del mundo, tanto menos habrá razón para prolongar la meditación ahí [...]. Donde existe un completo orden de todo al divino servicio, todas las cosas son oración. Esta idea debe penetrar en cada miembro de la Compañía, para quienes los ejercicios de caridad absorben una considerable cantidad del tiempo de oración. Más aún, no se debe pensar que en estas obras de caridad se agrada menos a Dios que en la oración.22

A un ecónomo, metido en el trabajo de la administración de los dineros, y, lleno de escrúpulos e inquietudes a causa del tipo de trabajo, Ignacio le dice:

Del cargo de las cosas temporales, aunque en alguna manera parezca y sea distractivo, no dudo que vuestra santa intención y dirección de lodo lo que tratáis a la gloria divina lo haga espiritual y muy grato a su infinita bondad, pues las distracciones tomadas por mayor servicio suyo, y conformemente a la divina voluntad suya, interpretada por la obediencia, no solamente pueden ser equivalentes a la unión y recolección de la asidua contemplación, pero aun más aceptas, como procedentes de más violenta y fuerte caridad (Carta 73).

A un escolar enfermo que pedía libros espirituales para “refección y consolación” de su espíritu, y con estas lecturas aliviarse más rápido, Ignacio le aclara:

Así que, usad muy moderadamente todo ejercicio mental, y haced cuenta que la recreación exterior, ordenada como se ha dicho, es oración, y que en ella agradáis a Dios Nuestro Señor, cuya gracia siempre abunde en vuestra alma (Carta 120).

Francisco de Borja, estando todavía al mando de su ducado, tenía grandes problemas de conciencia debido a que sus largas oraciones diarias no le permitían atender “los negocios del mundo”, pero que se sentía inclinado a abundantes contemplaciones. Ignacio le indica:

[...] mejor dedique la mitad del tiempo de oración a estudiar, al gobierno de su estado y a conversaciones espirituales; [...] que sin duda es mayor virtud del ánima y mayor gracia poder gozar de su Señor en varios oficios y en varios lugares que en uno solo.

Rigurosa firmeza tiene San Ignacio sobre la oración. Insiste en una forma de valor más alto, pues el buscar y hallar a Dios en todo procede de una caridad más fuerte. Lo que nos une a Dios es el amor y no la razón. De ahí que los escolares encontrarán a Dios en los estudios de forma más agradable (mucho más). Insiste en encontrar a Dios en todo y no sólo en la oración. Ignacio aprueba más la acción (independiente ésta de cualquier oración; puede realizarse esta acción por la obediencia). Por eso no se debe forzar a la oración, sino avanzar en el encuentro con Dios, cuya única condición es la purificación interior. En seguida, todo puede ser oración, sin depender de la “oración” o de sentimientos. Esta oración es distinta a otros tipos de oración: su acción es de tal modo que le une a Dios. Rahner dice: “No se niega que se puede tener oración formal fuera de la oración formal. Pues toda relación con Dios es ya oración formal.

La oración ignaciana nace del horizonte del Dios presente en toda la realidad. Para él no hay lugares sagrados y profanos. Ni tampoco hay dos experiencias de Dios; en la contemplación y en la acción. Si se pensara en la tal división, se caería en una vida dividida, fraccionada (y terriblemente fraccionante en el individuo y en la comunidad). Se llegaría a caer en la terrible separación entre las prácticas de oración y el apostolado (y hasta se llegaría a sospechar -si no es que ya- que la acción no lleva a Dios, o que Dios no está en ella). Incluso, nos resulta más fácil encontrar a Dios en la naturaleza, en un rostro, en un cuadro, que en la acción apostólica o en los estudios. Pero, resulta que la encarnación nos muestra que Dios está en todo: salvando, redimiendo, liberando, perdonando, transformando sobre todo donde está más cuestionado el nombre de Dios. Recordemos que se trata de un Dios activo, que trabaja siempre y junto con el Hijo.

La Contemplación para Alcanzar Amor (EE 230-237) debería titularse: Contemplar a Dios Actuando, dándonos, comunicándonos, para que nosotros también actuemos, comuniquemos de lo que tenemos y nos demos a Él y a los demás.23
Ignacio era sumamente respetuoso de las personas. Por eso fue alérgico a dar normas en lo más profundo de la persona. Además, optaba porque el Espíritu fuera quien inspirara al jesuita en la acción. Por ejemplo, al P. Núñez E. le aclara:

Acerca de la instrucción que pedís para mejor proceder en el divino servicio en esta misión, espero os la dará más cumplida el Espíritu Santo con la unción santa y don de prudencia que os dará, vistas las circunstancias particulares (Carta 126).24
 
A la luz de esta vida espiritual tan profunda, entendemos mejor la gran súplica de Ignacio de Loyola -con la que terminó más de 900 cartas “Y ruego a Dios Nuestro Señor a todos dé su gracia cumplida para que su santísima voluntad siempre sintamos, y aquélla enteramente la cumplamos”.

Una nota característica de la oración ignaciana: ser oración las 24 horas del día

No se pone en cuestión ‘la hora diaria de oración” indicada por Ignacio a los escolares, ni lo que “la discreta caridad le dictare” al profeso. Se trata más bien de abrir al jesuita y al cristiano activos a un encuentro más amplio con Dios: en todo momento y en toda acción. De esta manera se evita el absolutizar la oración como la única actividad de encuentro con Dios, y al mismo tiempo se impide el posible y quizás inconsciente manipuleo de Dios en la oración personal.

Es importante comprender que encontrarnos con Dios es una gracia, no depende de nosotros: El es el Dios mayor e inmanipulable, que se manifiesta a la hora y al modo que Él quiere.

En nosotros está el disponemos humildemente a encontrar a Dios.

Esta disposición es la que debemos poner en marcha continuamente. Se trata de la intención de encontrarnos con Dios (la “recta intención” de san Ignacio) en cada actividad que realicemos en el día y de mantener activa la búsqueda de Dios en toda acción. Pero, cuidemos de no “distraernos” en la acción misma tratando de buscar a Dios con “una lupa especial”. Realicemos la acción con toda la radicalidad posible: estudiar, discernir, acompañar una CEB, animar un grupo de jóvenes, participar en una marcha, fortalecer una cooperativa, convivir comunitariamente, participar en la eucaristía, comer, descansar, perdonar, pedir perdón, etc., y ahí estará Dios; en los signos de comunión y fraternidad. Todo esto es oración formal. Porque el encuentro con Dios se da en la misión, en el cumplimiento cotidiano de la voluntad de Dios: esa es la misión del verdadero cristiano.

Pero, no queremos afirmar que Dios es la acción misma. Bien sabemos que sobre todo “Dios es amor” y que “el que no ama no conoce a Dios” (Jn 4, 8). Más bien decimos que a Dios lo conocemos en la acción que nos lleva a amar a los demás como Él ama. Sólo en la lucha por amar a los oprimidos es como vamos a encontrarnos con Dios. Sólo en el amor incondicional al débil es como servimos al Hijo de Dios. Tampoco pensamos que la acción opaque a Dios y que excluya la contemplación de Dios.

Al trabajar junto con los pobres en la construcción del Reino de Dios, llevemos la intención de que en cada acción queremos cumplir la voluntad de Dios. Y, por otro lado, estemos abiertos a captar que la acción misma nos ofrecerá luces de la presencia del Buen Espíritu, aunque también aparecerán otras fuerzas contrarias, como cizaña en medio del trigo: el mal espíritu. Y, que en un momento posterior, de silencio interior, discernamos y dejemos que Dios nos hable y nos diga su palabra. Dejemos al Dios mayor ser Dios, ser Otro (después vendría el discernimiento comunitario). Con esto consideramos que ser oración las 24 horas del día implica hacer oración más momentos del día. Es una cuestión mucho más exigente encontrarnos con Dios en toda la acción.

NOTAS


1.     Cf. Quinta anotación (EE 5).
2.     EE 104.
3.     Pedro Casaldáliga, Espiritualidad de la liberación, CTR, México, 1993, pp. 170-171.
4.     EE 107.
5.     Enrique Gutiérrez. Martín del Campo, S.j. Ejercicios Espirituales, Cuaderno num. 3, CRT, México 1987, p. 169.
6.     Ibid., pp. 174-175.
7.     Pedro Casaldáliga, op. cit., p. 175.
8.     Benjamín González Buelta, Bajar al encuentro con Dios. Vida de oración entre los pobres, Col. El pozo de Siquem, num. 32, Sal Térrea, Santander, 1988, p. 58.
9.     Cf. Autobiografía, 30.
10. Porfirio Miranda, Marx y la Biblia, p. 82.
11. J. Sobrino, “El seguimiento de Jesús pobre y humilde. Cómo bajar de la cruz a los pueblos crucificados”, Boletín de Espiritualidad. Provincia Mexicana S.J., marzo de 1992, num. 28, p. 28.
12. Ibid., p. 29.
13. Cf. EE 101-109.
14. Op. cit., p. 30.
15. J Ignacio González Faus, “Carta a un amigo agnóstico”, Christus, México, marzo de 1992, núm. 653, p. 40.
16. EE 230-237.
17. Ver el papel de la segunda, tercera y cuarta semana en los Ejercicios.
18. Ver el papel de la primera semana en los Ejercicios, especialmente la meditación de los pecados (EE 55-61).
19. J. Ignacio González Faus, art. cit., p. 38.
20. J. Sobrino, art. cit., pp. 23-24.
21. San Ignacio de Loyola, Obras completas, quinta edición, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1991.
22. Esp. Ign, VI, 91, en William V. Bangert, S.J., Historia de la Companía de Jesús, Sal Terrae, Santander, 1981, p. 69.
23. Enrique Gutiérrez, op. cit., p. 168.
24. Ver también cartas 46, 80 y 144.




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