Álvaro J Bravo
El
hecho de que exista el trabajo, responde a un mandato de nuestro Dios Creador.
El trabajo podía y debía tener lugar en el marco de una convivencia, donde
todas y todos no esforzáramos en producir un pan que nos alimentara y que garantizara
la unión entre nosotros.
Sin embargo,
la realidad en el mundo del trabajo es precisamente la lucha por la supervivencia, la inhumana
humanidad sin los demás seres humanos y contra ellos. Uno quiere hacerlo mejor
que el otro porque desea recibir más que él, para beneficio propio y perjuicio
del otro. El prójimo deja de ser prójimo o mejor dicho el prójimo pobre lucha
por convertirse en prójimo rico, y el prójimo rico lucha por seguir siéndolo. De
este modo en lugar de construir el reino de Dios, construimos un reino de
ateos, pues, si soy inhumano, precisamente por eso también soy ateo; porque
Dios sin los demás seres humanos es justamente una ilusión, un ídolo-marioneta
que se adapta fácilmente a mis aspiraciones egoístas.
Esta
es la realidad que vive América latina en estos años, una realidad que se hace más
palpable a medida que pasan los meses. Esta realidad se refleja en los rostros
sufrientes de tanta gente que a diario lucha por subsistir en una sociedad que
oprime y que invita al silencio.
En América
Latina y particularmente en Centroamérica, el sufrimiento no es un problema que
hay que resolver, sino una realidad, oscura y trágica, que hay que vivir. No es
un concepto que hay que entender, sino una experiencia a la que hay que
enfrentarse. Lo peor del sufrimiento no
es el sufrimiento mismo, por muy doloroso que sea, sino el ver que no tiene
sentido. No tiene razón de ser, no tiene explicación, no encaja. Sufrir es
absurdo y eso es lo que lo hace intolerable.
Podemos
andar por la oscuridad de un túnel si vemos un punto de luz a la salida, por
muy pequeño que sea; pero si no vemos luz alguna, afloja nuestro paso y tememos
estar dando vueltas en le vacío.
La
divinización del poder se da cuando decimos que todo poder viene de Dios y
justificamos desde Dios la injusticia, o para nuestro propio beneficio. Cuando
por el abuso de poder ocultamos nuestras cobardías; para oprimir, humillar,
sobresalir y hacemos del poder una práctica idolátrica, como dice el dicho
popular “dime de qué presumes y te diré de que careces”. El poder suple lo que
como persona no tenemos y queremos reconocimiento para sentirnos importantes y
necesarios. Aparece la egolatría, el nepotismo y el despotismo. Si yo estuviera
seguro de que mis sufrimientos vienen de Dios, esa misma convicción me daría fuerzas
para llevarlos con resignación. Pero cuando los veo venir de la maldad de unos
y la estupidez de otros, la hostia se me hiela en las manos. Cuanto más razono,
menos veo. Las razones no alivian el sufrimiento.
Este
mismo sufrimiento es lo que me lleva a oponerme firmemente al atropello e
injusticia de este tiempo, a ser un idealista. Hemos de esforzarnos con toda el
alma para encontrar soluciones; y hemos de aceptar sin pestañear la realidad
que nos toca vivir. Feliz quien llega a combinar en su vida el realismo con el
idealismo.
Cada
día vemos a tantos jóvenes que entran en la vida y se encuentran con el
desengaño de la corrupción, la maldad, la violencia, les hieren los vientos del
mundo, su optimismo por la vida se marchita en una noche, y pasan súbitamente,
de la ambición generosa de acabar de una vez para siempre con todos los males
del mundo, a la desesperación absoluta de creer que no se puede hacer nada de
nada, y el único remedio es estafar y engañar como lo hace todo el mundo y
llevar una vida sin valores morales en una sociedad que ha dejado de tenerlos.
A esos
jóvenes se les puede decir: Sí, es verdad que muchos mienten y muchos estafan,
y muchos sobornan y se dejan sobornar. Pero no todos. Aún quedan hombres y
mujeres cuya presencia es esencial para mantener la presencia de la gracia en
medio de la corrupción que nos rodea; ellos son el signo que da esperanza
mientras dura nuestra lucha.
La conducta
honrada de una sola persona entre mil que ya no lo son, es una manera práctica
y efectiva de decir que no todo se ha perdido en el campo de la virtud, que la
honradez sigue siendo posible y no hay por qué pasarse al enemigo.
Todavía
nos queda la conciencia, la cual debemos proteger de aquellos que pretenden
convertirnos en hombres máquina. Que intentan, a como dé lugar, prepararnos no
para procesar información, sino para reproducirla; procurando así el funcionamiento
social dentro de los parámetros requeridos por las clases hegemónicas. Solo resta
decir: sigamos adelante con esperanza.