En diciembre de 2010, la ONU proclamó el 24 de marzo como Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. Un fundamento primordial de la proclamación lo constituye el legado de monseñor Óscar Arnulfo Romero. Así lo estipula la parte central del documento de la ONU —poco conocido y difundido—, donde se lee lo siguiente:
La proclama tiene para El Salvador un valor histórico indiscutible: el legado de Monseñor se ha institucionalizado de manera universal (algo que Jon Sobrino ha calificado como una “canonización laica”). Aunque, como era de esperarse, la mayoría de medios de comunicación no le dio en su momento la debida importancia; veremos qué prioridad le dan el próximo 24 de marzo. Pero volvamos a la causa que inspira esta resolución de la ONU: el reconocimiento de monseñor Romero como un “humanista consagrado” a la defensa de los derechos humanos, a la protección de vidas humanas, a la promoción de la dignidad del ser humano.
Y, en efecto, el humanista consagrado por vocación humaniza, y monseñor lo hizo al menos de dos maneras: denunciando el pecado histórico y anunciando la justicia para el pobre. Con respecto a lo primero, monseñor sostuvo que “la Iglesia tiene que seguir denunciando el pecado de nuestros días. Tiene que denunciar el egoísmo que se esconde en el corazón de todos los hombres, el pecado que deshumaniza (…) que convierte el dinero, la posesión, el lucro y el poder como fin de los hombres (…) Cuando la Iglesia oye el clamor de los oprimidos no puede menos que denunciar las formaciones sociales que causan y perpetúan la miseria de la que surge ese clamor” (Segunda Carta Pastoral, 1977). Según esto, el humanista consagrado no lo es simplemente por una actitud ética propia de una persona virtuosa; no se trata de altruismo, sino de algo más hondo: en palabras de Jon Sobrino: “se trata de escuchar los clamores de los pobres, interiorizarlos y dejarse afectar por ellos. Es el ejercicio de la misericordia afectica y efectiva. Es la profesión como vocación”.
Pero monseñor no solo humanizó denunciando, lo hizo también anunciando la justicia para el oprimido, y eso implicó tareas muy concretas para la misión de la Iglesia, tales como “ser la voz de los que no tienen voz, defensora de los derechos de los pobres, animadora de todo anhelo justo de liberación, orientadora, potenciadora y humanizadora de toda lucha legítima por conseguir una sociedad más justa” (Cuarta Carta Pastoral, 1979). No fueron prácticas asistencialistas, sino más bien un modo responsable de estar en la realidad más sufriente: la de las víctimas. Desde ahí, monseñor criticó el deterioro moral en el ámbito de la administración pública, del sector privado, y de la misma Iglesia; desenmascaró las idolatrías de la sociedad: absolutización de la riqueza, del poder y de la ideología; propuso una liberación integral que unificara evangelización con promoción humana, cambios de la persona con cambios estructurales, y acompañamiento respetuoso de los sectores populares.
En la proclama se invita a todos los Estados miembros, así como a las entidades de la sociedad civil, a observar de manera apropiada esta celebración del 24 de marzo. Y debería estar claro que lo “apropiado” no se relaciona solo con actos conmemorativos, sino sobre todo con la puesta en práctica de opciones primordiales a las que se consagró monseñor Romero: opción por la verdad, la justicia y la cercanía con el pueblo sufriente. Opciones necesarias para transformar la deshumanización que domina buena parte de la convivencia —o sobrevivencia— humana.
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