Con el profetismo se mantiene una actitud crítica frente a los males del mundo, se denuncia y se desenmascara la injusticia. Con la utopía se buscan soluciones realistas, éticas y posibles a esos males. Para Ellacuría, si se presentan por separado, utopía y profetismo tienden a perder su efectividad histórica y propenden a convertirse en escapismo idealista, con lo que, en vez de constituirse como fuerzas renovadoras y liberadoras, quedan reducidas, en el mejor de los casos, a funcionar como consuelo subjetivo de los individuos o de los pueblos. Debe pues, según el rector mártir, haber una mutua referencia: tiene que haber utopía porque la profecía nos dice que hay un mal que superar, y puede haber profecía porque la utopía nos dice que existe la posibilidad del bien.
En términos proféticos, Ellacuría mantuvo una fuerte crítica a lo que denominó “civilización de la riqueza y del capital”. Una civilización que, como base fundamental de desarrollo, de la propia seguridad y de la posibilidad de un consumismo siempre creciente, propone la acumulación privada del mayor capital posible por parte de individuos, grupos, multinacionales, Estados o grupos de Estados. Ellacuría reconoce que este tipo de civilización ha traído algunos bienes de carácter científico y técnico que deben ser conservados; pero también ha traído males mayores como la exclusión, el empobrecimiento de mayorías y su tendencia depredadora y despilfarradora de recursos.
Frente a esa realidad deshumanizante, Ellacuría propuso utópicamente la “civilización de la pobreza” que, a diferencia de la predominante, está fundada en un humanismo que rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión-disfrute de la riqueza como principio de humanización, y que hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo y del acrecentamiento de la solidaridad compartida, factores claves de humanización. A ese nuevo orden económico, añade, corresponde un nuevo orden social, político y cultural. En lo social, se busca el bien comunitario desde medios y por presión comunitarios, sin delegar esta fuerza en instancias políticas que no suelen representar adecuadamente estos intereses. De un sistema político nuevo se espera que contrarreste los abusos, atropellos y exigencias del capital; signos como la valoración de los derechos humanos, la apertura democrática y la solidaridad mundial son, entre otros, manifestaciones de este nuevo orden político. En lo cultural, se ha de pretender una cultura liberadora de las ignorancias, temores, presiones internas y externas, en busca de una verdad cada vez más plena y de una realidad cada vez más plenificante. Según el rector mártir, la consigna de la nueva cultura debería ser “que todos tengan vida y la tengan en abundancia”.
En el pensamiento de Ellacuría, pues, recogido como lema de este aniversario, hay una constatación, un compromiso y una esperanza. Se constata que la civilización predominante (de la riqueza) está gravemente enferma; para evitar un desenlace fatídico y fatal, es necesario el compromiso con cambiarla desde dentro de sí misma. Dicho en otras palabras, frente a esta realidad que le niega a las mayorías el derecho de participar y gozar de los bienes materiales, y que incluso les niega el derecho a tener esperanza, la profecía utópica de Ellacuría resulta beligerante, necesaria y humanizadora. Eduardo Galeano explica de forma creativa y visual estos rasgos utópicos en uno de sus escritos: “Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible: el aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones; en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros; la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor; el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas; la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar (...); los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas; los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas; los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos; los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas (...); la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero (...); el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra; la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos; nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión; los niños de la calle no serán tratados como basura, porque no habrá niños de la calle (...); la educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda”.
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