La divinización del poder se da cuando decimos que todo poder viene de Dios y justificamos desde Dios la injusticia, o para nuestro propio beneficio. Cuando por el abuso de poder ocultamos nuestras cobardías; para oprimir, humillar, sobresalir y hacemos del poder una práctica idolátrica, como dice el dicho popular “dime de qué presumes y te diré de que careces”. El poder suple lo que como persona no tenemos y queremos reconocimiento para sentirnos importantes y necesarios. Aparece la egolatría, el nepotismo y el despotismo (Mt 20, 24-28). Seguir a Jesús supone renunciar al poder, a la riqueza, al prestigio e incluso a la estima. Es renunciar a los primeros puestos (Mt 20, 20-23).
La claridad que tiene Jesús sobre los riesgos del poder las encontramos en las tentaciones, cuarenta días, período largo de prueba y tentación, es decir, toda la vida (Mt 4, 1-11); la primera tentación es aprovechar el poder para mi beneficio y para dominar, a través de las necesidades, la conciencia y la voluntad de las personas; la segunda es usar a Dios para justificar mi poder, divinizo el poder y hago de Dios una fuente de dominio y riqueza, Dios es mi seguro existencial; la tercera es hacer del poder un ídolo que requiere adoración y víctimas.
El poder es tentación o bendición, según se utilice. Jesús tiene el poder de enfrentarse al poder. Jesús entiende el poder como servicio, como buenas obras, como salvación y liberación. El poder que Dios nos ha dado a los seres humanos, hombres y mujeres, es el poder del amor y el perdón; el poder de la palabra y del testimonio, el poder del corazón y de las ideas; el poder del servicio no remunerado; el poder de la fe que salva integralmente al ser humano. Jesús es un hombre libre de ambiciones, de ataduras, de egoísmos mezquinos, de hipocresías y de abuso de autoridad. La única atadura de Jesús es la del amor compasivo por eso “se la juega” a cada momento (Mt 9, 1-8; Lc 7, 48). Jesús utiliza el poder para servir, redimir y reintegrar.
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