Pobre Meritocracia

El concepto de meritocracia se refiere a aquellos sistemas políticos donde se accede a los cargos de poder no por compensación a favores políticos o por haber “sudado la camiseta” del partido, sino por los méritos (idoneidad, capacidad, experiencia, honradez, etc.) que requiere un determinado cargo público. En el discurso de toma de posesión del presidente Funes se retoma este concepto cuando se afirma que “este será el Gobierno de la meritocracia, no el Gobierno de privilegios de familias, de los vicios de las clientelas y de los padrinazgos sombríos. Las personas serán reconocidas por su talento y honestidad, y no por sus conectes o apellido”.

La crisis derivada de la aprobación del decreto 743 ha desnudado varias incoherencias dentro del Gobierno y del proceder de los partidos políticos. En el transcurso de esta crisis hemos podido observar que por encima del criterio de la meritocracia ha estado la exigencia de lealtad incondicional al Presidente, incluso en posiciones discutibles y erróneas como la de avalar el decreto. Varias voces que antes eran sumamente críticas y que hoy tienen algún puesto público se niegan a opinar sobre esa decisión política tan cuestionada por miedo a ser despedidos de sus cargos. Es una lástima que lo que en principio se considera positivo (que gente idónea asuma cargos en el Gobierno) se traduzca ahora en una pérdida del pensamiento crítico que la sociedad demanda y necesita.

En definitiva, la problemática ha sacado a la luz —entre otras cosas— que el criterio de la meritocracia no ha sido el decisivo; antes que personas eficientes, capaces, honradas y de alta formación académica, son preferibles los funcionarios acríticos, aduladores, acomodaticios, complacientes y portavoces de la versión oficial. Y cuando un funcionario toma distancia crítica del Gobierno, se le separa del cargo. Un ejemplo reciente de lo que aquí afirmamos es el caso del doctor José Fabio Castillo. Luego de sus críticas al Presidente por haber sancionado un decreto que viola la Constitución, quedó sin efecto su nombramiento como miembro de la Comisión Consultiva del Ministerio de Relaciones Exteriores.

En un comunicado difundido en los periódicos del país, Castillo sostiene que su nombramiento se dio bajo la administración del presidente Armando Calderón Sol, en 1996, y continuó vigente durante las de Flores y Saca. Ello a pesar —añade— de las fuertes críticas que pública y privadamente hizo a algunos actos de esos Gobiernos. Por tal motivo, en la nota agradece el hecho de que esos gobernantes respetaran su derecho a la libertad de expresión y difusión del pensamiento. El comunicado termina con un irónico agradecimiento por la destitución: esta le ahorró a Castillo renunciar por haber perdido la confianza en el señor Presidente.

Pero el problema tiene más fondo: es difícil mantener el criterio de la meritocracia cuando existe la tendencia a gobernar autoritariamente. Porque, en efecto, es signo de autoritarismo censurar las opiniones divergentes, castigar las visiones críticas, desconfiar de los funcionarios con cierta independencia de opinión. Propio del autoritarismo es también buscar la adhesión acrítica y servil de los miembros de un grupo. Por eso da pena que aquellos funcionarios que llegaron al Gobierno por sus méritos estén hoy condenado al silencio por miedo a perder el empleo. Es esta una forma directa de empobrecer y desacreditar la meritocracia.

Ahora bien, para evitar que el autoritarismo termine consolidándose, hay que poner en práctica los argumentos y límites primordiales de la democracia. Es decir, someter al poder a un control regido por el ordenamiento jurídico con vistas al bien común; respetar y garantizar la separación de los poderes del Estado, para que uno limite al otro frenando abusos y protegiendo a los ciudadanos de las violaciones de sus derechos civiles y políticos; aplicar rotación en los puestos de poder para evitar el nepotismo y el gobierno arbitrario (mandarinismo); aceptar la crítica externa; rendir cuentas y evaluar el desempeño de quienes ejercen poder; y reconocer el contrapoder ciudadano, que obliga a ser transparente so pena de un posterior fracaso electoral.

Y para posibilitar que en el Gobierno lo justo sea principio rector, se debe conciliar la ética con la política. En la práctica, eso implica reconocer que el poder tiene un carácter de delegación y de servicio; tener la convicción de que el poder verdadero es el que refuerza el poder de la sociedad y así propicia la participación de todos; y contrarrestar la seducción o prepotencia derivadas del poder teniendo presente el carácter simbólico del cargo, es decir, son los ciudadanos los que han depositado en el funcionario sus ideales de justicia, equidad e inclusión. La legitimidad de los hombres y mujeres que detentan el poder depende, en buena medida, de la coherencia con esos ideales. Si no se es coherente, la ciudadanía se siente traicionada y engañada. Y al parecer, esto ya está ocurriendo en nuestro país.



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