El Cristianismo no es una religion

Cristianismo no es una religión sino un modo de vivir. No es una religión pero la hemos convertido en una religión. Y ¿qué es una religión? Es un cuerpo doctrinal. Es un conjunto de creencias, es un conjunto de normas, leyes y decretos en los que se debe creer y que deben regir nuestra vida. Soy mas religioso en la medida que practico esas normas, cumplo esas leyes y asumo los decretos y los dogmas. La ley, el cuerpo doctrinal es medible, objetivable, se puede evaluar y dar opinión de que tan religioso soy o no como creyente. Por eso, entendiendo la religión como atadura, yugo pesado, como practicas rituales, piadosas y culturales podemos afirmar que ninguna religión salva, se llame como se llame. Dice San Ignacio: “No el mucho saber satisface el anima, sino el sentir y gustar interno de las cosas”.

Las religiones se basan en las normas y no en su espíritu, en lo accidental, lo que puede cambiar y no en lo esencial, lo que es de suyo, lo que es inamovible y que no requiere discusión, elucubración, teorización ni interpretación sino practica. La religión judía en tiempos de Jesús era una carga pesada, especialmente para el pueblo pobre, ignorante, maldito. Y era fuente de poder y riqueza para los salariados de la religión y del culto (Saduceos, Fariseos, escribas, levitas..) de quienes poseían el conocimiento de ella y se daban el poder y el derecho juzgar, condenar y excluir de la salvación.

La gente del pueblo: niños y niñas sin derechos por ser insignificantes, viudas pobres y desprotegidas en una sociedad patriarcal, personas enfermas (lepra, parálisis, epilepsia, trastornos mentales ...) o con deficiencia física de nacimiento (ciegos, sordos, tullidos...) o personas excluidas por ejercer trabajos “inmorales” como la prostitución o ser trabajadores del imperio como los cobradores de impuestos. Y aquellas personas que por algún motivo condenaba y excluía la ley como la mujer por su menstruación o infidelidad; las personas extranjeras o de otros pueblos vecinos tratados como perros o cerdos (animales impuros), o quien fuera pariente pero no practicante del judaísmo como las personas samaritanas eran condenadas por la ley y excluidos de la salvación. No eran prójimos.

Para Jesús es importante conocer la Ley y los Profetas, pero para practicar lo que Dios espera de cada persona que lo conoce, lo ama y le quiere servir. Se conoce una religión no para memorizar, discutir y mucho menos poner a prueba al contrincante o la competencia, sino para ponerla por obra. La religión nos pone a discutir; el cristianismo es una invitación a vivir de una manera distinta, vivir como seguidores y seguidoras de Jesús. La discusión no es ¿Quién es el prójimo? Eso lo sabe perfectamente el maestro de la Ley, el Sacerdote o el Levita y lo sabe Jesús. La pregunta es ¿Quién de estos tres se comporta como prójimo? La respuesta, sin aceptar que una persona, no religiosa como el enemigo, o el hereje, el incrédulo o el extranjero como el samaritano, vive los valores del Reino es “El que tuvo compasión de él”. Jesús no pierde su tiempo discutiendo porque “el tiempo perdido hasta los santos lo lloran”. Jesús nos invita a vivir sus enseñanzas, por eso el cristianismo mas que un cuerpo de normas, decretos y leyes, es una practica, una vivencia, un modo de ser y de actuar.

Jesús siempre fue un hombre de oración y acción. Como buen judío asumió la práctica religiosa de su pueblo, de su país y de su cultura. Siempre hacía oración y no sólo en los momentos claves de su vida, cuando tenía que tomar opciones que modificarían su entrega, su compromiso y su misión (Lc. 4, 16-30). Este segundo aspecto es más evidente en los evangelios, pero que lo sea no quiere decir que sólo en esos momentos hacía oración. El pueblo judío es profundamente religioso. Como parte de su oración, y fuente de ella, fue la contemplación y la meditación, sin dejar a un lado la acción. Más bien la acción es la parte constitutiva de la contemplación y la meditación, al estilo de Dios, Dios contempla la realidad, la medita y actúa (Jn. 1,1-14).

Educado en la Torá, fue más allá de ella. Jesús no se contentó, ni se conformó con saber la Ley, aprendérsela de memoria y repetir oraciones pre-establecidas. Supo ver más allá de la Ley, y ese “más allá rompe horizontes, rompe fronteras” es lo que le dio la razón para reinterpretar “la Ley y los profetas” y no quedarse en una lectura literal y mucho menos legalista; ese “más allá” es el “magis” que rompe límites jurídicos y miopías interpretativas. Por eso para el amor comprometido no hay fronteras. La contemplación y  la meditación le impulsaron a una acción humano céntrica, realista y de opción por aquellos y aquellas que la misma Ley, es decir, algo bueno, les había esclavizado como carga pesada, excluido de la vida eterna y condenaba a la no salvación. Jesús desde su fe y desde su práctica pastoral vive la Pasión del pueblo pobre y oprimido por los malos pastores de Israel, pastores religiosos, políticos, intelectuales y cultuales, asalariados y manipuladores de la Ley, que le daban más importancia a mandatos humanos o hechos por hombres, que a los mandatos de Dios dados a Moisés en el Sinaí (Mt. 5, 1- 48).

Antes de la pasión personal, esa que narran los evangelistas, aquella con la que nos dio la vida eterna y verdadera, Jesús vivió en carne propia la Pasión, el dolor, el sufrimiento del pueblo, de esas masas condenadas, desheredadas, excluidas y marginadas, tratadas por los “Sabios de este mundo” como malditas, chusma, ignorantes y  leprosos sociales. A Jesús se le trató como loco, comilón, borracho, con desprecio por ser galileo, por ser de oficios humildes, proceder de una mujer de pueblo y por andar con las ovejas perdidas de Israel en Israel (Mc. 11, 12-32).  Jesús es un hombre de esperanza en medio de un pueblo “al que se le ha robado hasta la esperanza”, digo al que se le ha robado la esperanza porque La ley, la sociedad elitista y el culto economicista se han encargado de empobrecerlo hasta en eso. Jesús lleva la esperanza en su palabra, en sus sentimientos y en sus gestos liberadores, conocidos en la escritura como milagros y curaciones. Quien conoce a Jesús y está en contacto con él, se va con ilusión, se va como persona nueva, reivindicada, liberada y reincorporada a la sociedad, a la familia, al templo y a la sinagoga (Mt, 7, 7-29; Lc, 11,9-13), El corazón de esa persona revive, se llena de esperanza. 

La esperanza nace como una planta nueva en la siembra de Jesús, regada, alimentada y desarrollada por el Dios Amor, padre bueno (Mc. 4, 26-34), el Dios que se alegra como la mujer que encuentra la monedita perdida en su casa y reúne a sus amigas y las invita al banquete de la alegría y la fraternidad por haber encontrado y recuperado aquella “monedita pequeña y sin valor aparente” pero de gran valor para su corazón. Jesús y el Dios que nos dio a conocer es el personaje central de la parábola del buen samaritano, es Dios mismo que se arrodilla para levantar, curar y cuidar a las víctimas, asaltadas por la violencia, por el desprecio y por un culto insolidario. Es más, el personaje que se solidariza con la pasión del pueblo es un extranjero, un marginado y excluido: Un samaritano. Jesús es el Buen Samaritano.

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